lunes, 27 de octubre de 2008

Túneles fantoches

Creo que lo que más me gustó de los túneles del Vietcong fue la narración del vídeo que nos pusieron antes, esa dulce voz en off femenina que hablaba en castellano del “Gobierno fantoche de Vietnam del sur” y de los soldados vietnamitas que obtuvieron el reconocimiento de “combatiente valiente aniquilador de yanquis fantoches”. Eso es un reconocimiento y no las medallas al mérito. Las cosas por su nombre. Fantoche. Tiene fuerza. Hay que rescatar esa palabra del olvido. Muchos de los vietnamitas que saben castellano lo aprendieron en Cuba, quizá eso explique una traducción tan extravagante.
Pero supongo que lo interesante no es la locución del vídeo, ni recuperar insultos olvidados sino lo que fuimos a ver allí. Hoy son una atracción turística más, una disneylandia a la vietamita que en vez de ofrecer un viaje en el Space Mountain vende disparos con una AK 47, la mítica Kalashnikov, a un euro la bala. Pero hace 40 años, los túneles de Cu-Chi, un inmenso entramado de angostos pasadizos a 60 kilómetros de Saigón, se convirtieron en una de las mayores pesadillas para el Ejército americano. Los “yanquis fantoches” probaron con napalm, bombas convencionales (los cráteres siguen ahí), perros sabuesos y hasta con las llamadas “ratas de los túneles”, soldados específicamente entrenados para deslizarse por los pasadizos y atacar al enemigo desde dentro (creo que en Platoon aparecían), pero chocaron una y otra vez con la resistencia de los guerrilleros del Vietcong, que esparcían pimienta por el bosque para despistar a los perros, aguantaron los bombardeos como pudieron y estaban mucho mejor adaptados a las condiciones insalubres de las diminutas galerías. Dentro había enfermerías, cocinas y hasta un laboratorio donde desactivaban bombas. Nos metimos, pero en unos pasadizos adaptados para los turistas, el doble de grandes, y aún así, después de andar 30 metros en cuclillas duelen las piernas y aprieta la sensación de claustrofobia. Duc, nuestro simpático guía, los recorría a toda velocidad, parándose a sacarnos fotos, comentando la jugada y gastando bromas mientras nosotros nos arrastrábamos a duras penas.

También vimos todo el arsenal de ingeniosas trampas preparadas para los americanos que se atrevieran a intentar buscar los túneles, trampillas en el suelo que se abren de veinte maneras distintas para ofrecer un mismo resultado: hombres hechos picadillo.

Nosotros caímos en otra trampa, la dedicada a los turistas y accedimos a disparar una kalashnikov a un euro la bala. Dicen que el éxito de esta arma se basa en su ligereza (no lo sé, estaba anclada) y su fácil manejo. No lo pongo en duda, pero de los tres disparos que solté en ninguno me acerqué a la diana, que estaba a unos 200 metros.


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