domingo, 14 de noviembre de 2010

Dioses y héroes

En Filipinas, un país donde el 80 por ciento de la población muestra un catolicismo ferviente, hay pocas dudas sobre quién es el verdadero Dios, pese a la importante presencia musulmana al sur. Tampoco se cuestiona el nombre del héroe nacional, José Rizal, mártir de la revolución contra los colonos españoles, que lo ejecutaron en 1896, demostrando una vez más la fina estrategia negociadora de España a lo largo de la Historia.

Es probable que Manny Pacquiao, que este domingo logró su octavo título mundial de boxeo en otras tantas categorías (nadie lo hizo nunca antes) sea las dos cosas a la vez. No cabe duda de que es un héroe, el hombre que saca a Filipinas del anonimato y el único que compite con tifones, masacres, asesinatos, terremotos y volcanes por acaparar los titulares de la prensa mundial. Viendo con qué pasión lo admiran sus compatriotas, cómo se paraliza el país cada vez que se sube a un cuadrilátero, cómo incluso las guerrillas comunistas y musulmanas del sur detienen su actividad para ver el combate (y celebrarlo después) no me extrañaría que con los años acabe convirtiéndose en una figura divina.

Viví la pelea en un viejo polideportivo de Manila, apretujado junto a miles de filipinos de clase media o baja que observaban la pantalla gigante esperanzados, que jaleaban cada mandoble del púgil filipino y se carcajeaban con una risa infantil cuando le asestaba a su adversario un golpe especialmente violento. La prohibición de bebidas alcohólicas en el recinto evitó que se desmadraran demasiado, incluso la celebración pareció fría por momentos, pero todos desprendían una felicidad genuina.

Y reconforta ver esa satisfacción en los rostros de este alegre país, maltratado por la naturaleza, colonizado por tres países distintos (España, Estados Unidos y Japón) en los últimos 120 años, lastrado por una corrupción salvaje, donde más de un tercio de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. Sus esperanzas se limitan a menudo al más allá, a las promesas de una religión que abrazan con fervor. De vez en cuando, Pacquiao compite con las alturas celestiales y regala a sus compatriotas una alegría terrenal, les hace soñar, les demuestra que tener orígenes pobres (él se dedicaba a vender bollos en una bicicleta) no siempre impide alcanzar la gloria, aunque en la práctica las hazañas del boxeador afecten a sus vidas tanto como las promesas del otro mundo.

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