jueves, 4 de noviembre de 2010

"Beret"en Hanoi

Uno se siente un poco saigonita por el año pasado allí. Además, después de vivir en Manila, la ciudad me parece ahora una concentración de joyas arquitectónicas y un ejemplo de la preservación de los edificios coloniales. El alocado tráfico de motos me parece una bendición, tan caótico pero tan vivo, frente al atasco perenne de algunas calles manileñas, con el humazo negro de los jeepneys (vehículos de transporte público de los que ya hablaré otro día) que haría palidecer (más bien ennegrecer) a la más fiera manada de ciclomotores vietnamitas.

Pero hoy quería hablar de Saigón y Hanoi, no de Manila. Más allá de mis motivos personales para tenerle cariño, Saigón es una ciudad que cae simpática al recién llegado, los franceses la trazaron con maestría y es fácil orientarse en sus amplias calles, la gente es abierta y habla inglés, casi siempre hace sol y todos los lugares de interés turístico están más o menos apelotonados en el centro. Hanoi, en cambio, no entra tanto por los ojos: nada está realmente pensado para el turista, la ciudad no está tan bien diseñada porque los númerosos lagos lo dificultan, todo está lejos de todo, hay mucha menos gente que habla inglés y encima no sonríen tanto. La semana pasada volví después de más de un año, con motivo de la XVII cumbre de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), que me tocó cubrir.

Es cierto que Hanoi parece una ciudad tosca para el visitante, más oscura, de calles estrechas, desordenada, y desconfiada ante la modernidad, al contrario que su abierta vecina del sur. Sin embargo, me quedaría con ella si no fuera por las vivencias que me unen a Saigón. Los lagos desordenan el trazado urbano, sí, pero la oxigenan y convierten sus alrededores en parquecillos aptos para el paseo, algo insólito en esta parte del mundo. La comida es aún más exquisita que en Saigón, los vendedores no son tan pesados y el clima varía con las estaciones, prácticamente inexistentes en el sur.

Podría seguir justificándome aportando razones más o menos racionales, pero seguiría obviando el verdadero motivo por el que en Hanoi me siento un poco como en casa: los viejos llevan boina. Ya lo comentamos aquí en los principios de este blog, una herencia de los franceses.

Después de un largo día de tecleo en el centro de convenciones, el viernes pasado me fui a cenar una sopa de anguila a una tasca cercana a mi hotel (60 céntimos de euro por plato) y a la vuelta paré a tomarme un batido en un pequeño café. En la mesa de al lado vi a uno de esos fascinantes ancianos con txapela, que si no fuera por los ojos tipo rendija, parecería sacado de la plaza de enfrente de mi casa en Irún. Observaba una partida de ajedrez chino de la mesa de al lado y como no tenía otra cosa que hacer mientras esperaba mi bebida, me levanté para mirar yo también e intentar entender el misterioso juego. El viejo me ofreció asiento en su mesa y me quedé con él observando la partida de los dos jóvenes de al lado.

Al cabo de un rato me cansé de mirar y no entender nada y señalé la boina, con un torpe balbuceo de mi olvidado vietnamita aderezado con gestos para decirle que en Tay Ban Nha (España en viet) se usan ese tipo de sombreros.
El viejo sonrió, se tocó la txapela y respondió: "¡Beret, beret!", en un amago de pronunciación a la francesa. Se la quitó y me enseñó el interior, como para remarcar que era de calidad. Después me enseñó a pronunciar la palabra en vietnamita, “mui noi”, e intentó seguir hablándome, pero mis conocimientos dan lo que dan. Terminó rescatando sus recuerdos de francés, para decirme que estudió la lengua con 15 y 16 años, pero a sus 81 la tiene olvidada. Con nuestra conversación sobre boinas agotada, volvimos a centrarnos en la partida de al lado. Cuando nos despedimos con un afectuoso apretón de manos, vovió a tocarse la boina y con una sonrisa cómplice, repitió la palabra mágica: “beret”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pablo a dit... EL CLAN DE LA BOINA!