Ya vimos aquí que los cocodrilos tienen la carne tan tierna como las canciones que escuchan. En estos meses en Vietnam también he tenido mis devaneos con la carne de serpiente -que estaba tan desmigada y mezclada con especias que no sabría decir a qué se parece- y hasta con huevos de codorniz fecundados y con feto dentro. Tampoco olvidaré el episodio de la aleta natatoria, que estaba mucho más rica de lo que dejaba adivinar su aspecto. En el debe quedan los saltamontes que me ofrecieron en Camboya y que rechacé (dije) por no tener suficiente hambre.
Pensé que tendría otra oportunidad de hacerme insectívoro, pero no se me presentó y es posible que me quedaran remordimientos. Quizá por eso, o directamente porque me va el rollo, acepté con cierto entusiasmo la siguiente invitación de comida rara. La visita de los becarios de Manila sirvió hace unas semanas de excusa perfecta para saldar una de mis deudas pendientes con el país: comer perro.
Antes de que se me echen encima las avocaciones pro perrunas, aclararé que no tengo perro pero sí lo he tenido y, sin caer en tópicos, es de los mejores amigos que nunca tuve. Y sería incapaz de matar a uno. Del mismo modo, sería incapaz de sacrificar a un corderito como al que han condenado unos niños ingleses, pero soy el primero en hincharme en una buena corderada. Es decir que soy bastante inconsecuente y algo hipócrita. Lo de comer perro al menos me da un mínimo de coherencia. Además, puedo usar el argumento de los vietnamitas sureños para justificar su afición: sólo se comen una raza. En el norte, quizá porque siempre fueron más pobres, tienen menos remilgos y afirman sin rubor que comen canes de cualquier tipo. De hecho, la carretera de Hanoi a la bahía de Halong, quizá el mayor reclamo turístico del país, está plagada de carteles que anuncian carne canina.
En Saigón nos costó más encontrarla. Sabíamos a qué zona teníamos que ir pero no el lugar exacto. Cuando estábamos a punto de desistir ante las indicaciones confusas de los lugareños, pregunté casi sin esperanza a un hombrecillo que nos llevó por el callejón más estrecho y oscuro que he recorrido nunca al templo culinario canino. Antes de subir al comedor echamos miradas furtivas a la cocina y aguzamos los oídos por si se escuchaban ladridos, pero no había señal. Podrían servirnos carne de ornitorrinco y nos quedaríamos igual, hasta que la foto del menú apagó todas las dudas.
Pensé que tendría otra oportunidad de hacerme insectívoro, pero no se me presentó y es posible que me quedaran remordimientos. Quizá por eso, o directamente porque me va el rollo, acepté con cierto entusiasmo la siguiente invitación de comida rara. La visita de los becarios de Manila sirvió hace unas semanas de excusa perfecta para saldar una de mis deudas pendientes con el país: comer perro.
Antes de que se me echen encima las avocaciones pro perrunas, aclararé que no tengo perro pero sí lo he tenido y, sin caer en tópicos, es de los mejores amigos que nunca tuve. Y sería incapaz de matar a uno. Del mismo modo, sería incapaz de sacrificar a un corderito como al que han condenado unos niños ingleses, pero soy el primero en hincharme en una buena corderada. Es decir que soy bastante inconsecuente y algo hipócrita. Lo de comer perro al menos me da un mínimo de coherencia. Además, puedo usar el argumento de los vietnamitas sureños para justificar su afición: sólo se comen una raza. En el norte, quizá porque siempre fueron más pobres, tienen menos remilgos y afirman sin rubor que comen canes de cualquier tipo. De hecho, la carretera de Hanoi a la bahía de Halong, quizá el mayor reclamo turístico del país, está plagada de carteles que anuncian carne canina.
En Saigón nos costó más encontrarla. Sabíamos a qué zona teníamos que ir pero no el lugar exacto. Cuando estábamos a punto de desistir ante las indicaciones confusas de los lugareños, pregunté casi sin esperanza a un hombrecillo que nos llevó por el callejón más estrecho y oscuro que he recorrido nunca al templo culinario canino. Antes de subir al comedor echamos miradas furtivas a la cocina y aguzamos los oídos por si se escuchaban ladridos, pero no había señal. Podrían servirnos carne de ornitorrinco y nos quedaríamos igual, hasta que la foto del menú apagó todas las dudas.
Pedimos cinco platos al azar: una especie de rosbif, muslitos, morcillas, carne guisada e hígado. Las morcillas fueron las más apreciadas y el hígado lo más denostado, pero ninguno es un palto con pedigrí. Simplemente es comestible, pero de verdad que repetir no vale la pena que da el perrillo. Otra cosa es el cordero...
1 comentario:
Por qué has tenido que poner la foto de los muslitos...
De todas formas, por muy duro que sea comer carne de perro, si allí tienen esa costumbre hay que probarla. Si se va a Vietnam hay que hacerse vietnamita. Es como más se disfruta, no? Al menos, eso creo yo.
bettyboop
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