De nuestra visita dos meses antes y salió este reportaje sobre Manolo Ibias y sus amigos, antiguos traficantes de huevos que se reconvirtieron en conservacionistas. Manolo, que no duda en hablar de sí mismo como un antiguo criminal, se reconvirtió después de que el Gobierno y organizaciones ecologistas le hicieran entender el daño que hacía. También cuando le ofrecieron a él y a unos 25 compinches un medio de vida alternativo: ocuparse del centro de conservación resguardando los huevos de las garras de los furtivos. Al parecer, los huevos son muy apreciados en la zona y se pagan dos veces más caros que los de gallina. Cada noche, Ibias y sus amigos salen a patrullar la larga playa de Morong en busca del botín, que en lugar de vender como hacían antes, entierran en un pequeño cercado dentro del centro y protegen con una red de las garras (más bien pinzas) de los cangrejos.
La experiencia de acompañar a las tortugas en su viaje al mar es fascinante. Desde que nacen, las crías tienen un GPS incorporado en su diminuto cuerpo. Saben dónde está el mar, saben dónde tienen que ir y 25 años después, saben adónde tienen que volver a dejar sus huevos. Cuando teníamos a las tortugas todavía en la caja, notamos que todas avanzaban en dirección del mar, hasta que chocaban con la pared de plástico. Sabían dónde tenían que ir. Dimos la vuelta a la caja para intentar confundirlas, y ellas también se dieron la vuelta. Según he leído después, son capaces de detectar las variaciones en los campos magnéticos de la Tierra. Por más que lo pienso, me parece increíble que tengan la capacidad de saber dónde está el mar, a qué lugar tienen que ir y cuándo tienen que volver, igual que los salmones.
Un colaborador de Manolo nos acompañó con unas diez crías a unos cinco metros de la orilla, donde soltamos a los bichitos. Avanzan sin ningún titubeo, moviendo a toda prisa sus pequeñas aletas, dándose la vuelta inmediatamente cuando una ola les hace volcar en su tenaz avance hacia el océano, hasta que la corriente de una ola más grande las traga y comienzan a nadar. Al principio sacan la cabeza para respirar cada tres o cuatro segundos, después se van adaptando y aguantan sumergidas, siete, diez, 15 segundos. Si nos acercamos demasiado para seguir sus evoluciones, meten la cabeza y las aletas en el caparazón y reemprenden la marcha unos segundos después, imagino que también necesitarán algún descanso. Aunque las soltamos en grupo, cada una sigue su camino, todas nadan solas y se van adentrando en el océano, muy cerca de la superficie, hasta que es imposible seguirlas con la mirada. Inician un viaje de miles de kilómetros hasta algún arrecife de coral rico en alimento en el que se puedan instalar. Las que sobrevivan a este peligroso periplo no regresarán al lugar donde las dejamos hasta el año 2037.
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