"Si hay una guerra entre Francia y
España, pero Francia tiene razón, ¿con quién hay que ir?"
Supongo que a mi madre le dejó algo perpleja la pregunta de su hijo de ocho o nueve años, pero no recuerdo ni un
atisbo de duda, ni un segundo de titubeo en su respuesta: “Tienes que ir
siempre con tu país”.
Aquel día, sin saberlo, me hice
nacionalista. Yendo al colegio al otro lado del Bidasoa, eso significaba hacerse antifrancés. Primero probé mi nueva ideología en la geografía, estaba empeñado
en demostrar a mis compañeros franceses del colegio de Hendaya que España
era más grande que Francia. La discusión, aun en tiempos precibernéticos, no
daba para largo, por mucho que yo insistiera en reivindicar las Canarias como arma secreta. Tampoco funcionó con el número de
habitantes, ni con el monte más alto, ni el río más largo, así que terminé
volcando mi furia rojigualda en lo que tenía más a mano: los deportes.
La furia, todo hay que decirlo,
empezó con timidez. A finales de los ochenta, Perico (otra víctima de la
envidia gala) y un puñado de ciclistas españoles eran de lo poco salvable para
hacer frente a las chanzas de mis compañeros de clase franceses. Uno se
resarcía de tanta miseria con los partidos de fútbol Francia-España que
organizábamos en el patio y gritando más, una táctica que al parecer sigue en
boga.
Eran tiempos en que para llevarse una alegría en el tenis masculino uno tenía
que hacerse de Chang porque tenía cara simpática y lo de ser medio chino llama la atención. Por fortuna, los franceses tampoco estaban
para demasiados trotes y eso permitía ir tirando con Perico, Arantxa y Carlos
Sainz con la cabeza alta. Recuerdo el Tour del 89, el que perdió Fignon
en la última crono ante Lemond, como una de las mayores juergas deportivas de
aquella época.
Y en eso, llegó Miguel. Al
principio me dejaba frío, porque yo era fan de Perico y que su gregario le
quitara tan pronto el protagonismo me dolía. Además, como patriota, no
entendía bien que ganara Tours como un francés, a la Anquetil, gracias a su
fuerza en la contrarreloj, su aguante en montaña y su perfecta estrategia en
carrera. Pero terminé aceptándolo, qué remedio, aquello era el estoque ideal
para aleccionar a esos gabachos bocarrifles, uno vivía en julio con la mente
puesta en septiembre para recordarles todas las hazañas y la impotencia de Luc Leblanc, de Jalabert o de Virenque.
Ya desde Indurain fue todo una
fiesta, en Barcelona 92 descubrí que los españoles eran capaces de ganar en
disciplinas tan dispares como el decatlón, la natación, el judo, el ciclismo,
el fútbol y el tenis. Cada mañana el Marca traía una nueva alegría, y yo me deleitaba leyéndolo de pe a pa en la playa de Benidorm. En algún momento me pregunté cómo se
podía pasar de la penuria más absoluta a aquel jolgorio de las 22 medallas pero
estaba claro que era porque España jugaba en casa y se había quitado los
complejos.
Mientras Indurain seguía ganando
Tours y Giros, yo dejé de lado a Chang porque Bruguera conquistaba el
Roland Garros dos veces seguidas, la segunda jugando la final contra otro español, Berasategui.
En atletismo ya partíamos la pana con Fermín Cacho y los marchistas, pero después
llegaron los maratonianos, atletas talluditos que habían pasado sin pena ni gloria por el
medio fondo y descubrían que lo suyo era la larga distancia, donde podían sacar
provecho de su mayor punta de velocidad en los kilómetros finales. Uno de ellos, guipuzcoano, se murió
antes de cumplir los 40 por un fallo cardiaco, decían que le podía haber pasado
a cualquiera, una fatalidad estadística.
Se ve que lo de los maratonianos
fue la gota que colmó el vaso de la envidia gabacha porque en L’Equipe
empezaron a sacar noticias sobre su supuesto doping y su relación con el antiguo médico de Indurain, al
que no tragaban por ganar tantas veces en su casa. Un poco antes, un exciclista
francés del Banesto acusaba a todo el equipo de meterse EPO. ¿Doping?
¿Españoles dopados? Si son muy majos en las entrevistas que les hacen, no como
ese Ben Johnson, que no sonríe nunca y sólo con oír su nombre ya piensas en
drogas. Mi granítica mente nacionalista no admitía esa posibilidad y estaba
claro que los franceses querían enfangar y tenían envidia porque desde Hinault
no habían ganado un Tour ni desde Noah (ese canalla) un Grand Slam.
La rabia por el Mundial de Francia
redobló mi fervor patriótico y mi odio al gabacho, pero a fuerza de frecuentar
a nacionalistas de distintos pelajes, descubrí que en el fondo todos eran iguales
y que por lo tanto no tenía ningún atractivo serlo. Al mismo tiempo, empecé a
sospechar que esos españoles que eran tan majos y hacían demostraciones de
casta y talento en todas las competiciones a lo mejor no eran trigo limpio y los
franceses (pero también los alemanes, los italianos…) quizá tienen razón y
España no se toma en serio lo del doping. Después del escándalo Festina, el chasco de Pantani y la dictadura de Armstrong
(¿cómo se va a arriesgar a doparse un tío que ha tenido cáncer?) llegó la
Operación Puerto y me creí lo de "todos menos Valverde" porque yo siempre había
creído en Valverde, el imbatido, el nuevo Eddy Merckx, como lo llamaba Carlos
Arribas, y un tío con semejante talento no podía ser un tramposo. Todavía tuve
tiempo de decepcionarme con Landis y su epopeya impulsada por la testosterona
proveniente del whisky que bebió la noche anterior (eso dijo), y ya desde
entonces veo el ciclismo con una venda en los ojos, pero lo sigo viendo, por una
especie de fidelidad a la infancia, como el creyente que va a misa aunque hace
tiempo que le asaltan las dudas de fe y en el fondo no cree en Dios.
Todo este rollo para decir que
con mis antecedentes entiendo perfectamente a los españoles cabreados, sus rabietas y sus lloriqueos porque fui como ellos y es indudable que Contador tiene aspecto de niño bueno y cuando no da pena
con su carita de ángel y su cavernoma, es campechano, como el Rey, un chaval
como tú y como yo, muy de su pueblo, amigo de sus amigos y con un hermano
discapacitado. Si siguiera siendo nacionalista y ciego y me importara un pimiento quién tiene razón, estaría tan cabreado como el que más por la sentencia del TAS y pensaría que es una maniobra
torticera de los gabachos, que nos tienen envidia porque no ganan nada. Si
además fuera un poco maquiavélico, seguiría aparentando el
cabreo, pero en el fondo me alegraría, porque nada une tanto a la patria, ni desvía tanto la atención sobre los problemas internos como la
ira contra un enemigo externo, un tanto difuso, que siempre está pensando en cómo
putear a sus vecinos pobretones. Supongo que también hace vender periódicos, pero leyendo algunos panfletos deportivos me da la sensación de que toda esa bilis ni siquiera es una estrategia comercial. Los manipuladores vienen manipulados de fábrica.
1 comentario:
Menos mal que no habla el Eufemiano...
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