Con las mujeres uno nunca sabe bien cómo dar con la tecla correcta. Se puede tener la mejor intención del mundo, pero no servirá de nada si se hiere el delicado y misterioso orgullo femenino.
Cerca de mi casa, algunas familias viven literalmente en la calle, resguardadas de la lluvia debajo de alguna tejavana, con unos cuantos cartones y unas mantas harapientas como único hogar. Cuando paso cerca se me cae el alma al suelo al ver a los niños de corta edad, sucios, que para sacarse unos pocos pesos venden collares de flores en los semáforos. Otros, seguramente con más sentido práctico, se pasan el día mendigando en la puerta de un pequeño supermercado cercano al que a veces acudo para alguna compra de última hora.
Casi siempre que voy suelo comprarles alguna cosa: galletas, batidos de chocolate, zumos... Por eso el otro día, en cuanto me bajé de la bici y la candé frente a la tienda vinieron los siete u ocho niños de entre 3 y 10 años (más o menos) que merodeaban cerca de la puerta a pedirme dinero. Me abrí paso como pude, compré el zumo y el pan bimbo que había ido a buscar y antes de pasar por caja les cogí dos paquetes de galletas.
A la salida, volvieron todos a abalanzarse sobre mí y para resolver la papeleta de forma rápida, decidí dar los paquetes a dos de las niñas, a las que al ser mayores consideré más responsables para repartir el botín de manera justa con los demás. Fuen entonces, mientras les insistía en que tenían que compartirlo entre todos, cuando herí un joven pero irascible orgullo femenino.
Apenas había reparado en la niñita de unos 3 años, la menor del grupo, que esperaba con ansias las galletas del hombre blanco hasta que rompió a llorar estruendosamente, despechada al ver que elegía a sus mayores. Las otras dos niñas intentaron calmarla, le ofrecieron las galletas, pero las rechazó de mala manera, el mal ya estaba hecho.
Si quería que yo le entregara las galletas, tenía fácil solución, le pedí a una de las niñas mayores que me diera su paquete discretamente y se lo entregué a la pequeña enrabietada, pero no sirvió de nada, me lo arrancó de la mano y lo estrelló con todas sus fuerzas contra el suelo. Con el orgullo herido, el hambre era lo de menos.
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1 comentario:
Pablo a dit... Para la próxima vez ya sabes. Compra galletas de más por si acaso.
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