Siempre que bajo a la calle, Gia me saluda gritando un entusiasta "bye". A veces trato de prolongar la conversación con mis pobres conocimientos de tagalo y ella me mira fijamente, muy seria, hasta que ya no me queda nada más que decir y llega el esperado momento de la despedida en que le vuelve la sonrisa y puede obsequiarme de nuevo con un "bye".
Gia cumplirá tres años en febrero y me saluda tan alegremente siempre que bajo a la calle porque vive literalmente en la calle con su madre y su abuelo. Cuando ve que una cara conocida se acerca a la pastelería de su esquina, va corriendo por si cae algo. El resto del tiempo lo pasa cerca de su madre, correteando por la calle, casi siempre sucia y andrajosa, aunque a veces le ponen el vestido bueno y cuando me ve ya no me dice "bye" ni me mira fijamente sino que se toca el vestido y se lo mira para que yo también lo mire y le diga que está muy guapa y entonces vuelve a sonreír y a decir "bye". El abuelo ronda los 40 años y es conductor de pedicab, los taxis a pedales que dan sustento a miles de filipinos. Su mujer le dejó hace años porque era incapaz de ganarse la vida y su último refugio fue pedalear por tres o cuatro euros al día, depende del número de carreras. Antes vivían los tres en en una chabola en el solar de al lado, pero sospecho que les echaron de allí porque desde hace unos meses juntan su pedicab con otro prestado, los tapan bien para que no se les vea y ahí duermen los tres, no sé cómo, en un habitáculo de unos tres metros cuadrados formado por barras de hierro.
Del padre de Gia no se sabe nada, y el abuelo tampoco preguntó mucho cuando se le presentó la hija con la criatura en brazos hace ya casi tres años después de pasar varios meses desaparecida. No se atrevió a volver donde su madre. En los últimos siete meses no desapareció, pero la barriga se le agrandaba cada vez más hasta que la víspera de Nochevieja notó que se le rompía algo por dentro y la tuvieron que llevar a un hospital y dio a luz a la hermana pequeña de Gia. Del padre de la nueva criatura sí se sabe algo, que es de un pueblo de las afueras y que no tiene ninguna intención de aparecer. Supongo que cuando el bebé salga de la incubadora del hospital (que no sé bien cómo pagan porque aquí no hay sanidad gratuita), dormirán los cuatro donde ahora duermen tres.
A veces me da por pensar que Gia no tendría que haber nacido, al menos no tan pronto, ni tampoco su hermana, si su madre hubiera tenido más educación y cabeza, o si este país tuviera esa ley de planificación familiar que la Iglesia boicotea tan suciamente, amenazando incluso con instar a los fieles a que dejen de pagar impuestos si se aprueba, y comparándola con el terrorismo cuando sólo pretende dar información y libertad. Y según lo pienso y me empiezo a cabrear al acordarme de todos esos obispos encastillados en sus dogmas y de esos políticos irresponsables, me doy cuenta de que entonces ya no me alegraría las mañanas cuando bajo a comprar el periódico, ni soltaría lo que llevara en la mano para agitarla cuando me ve pasar, ni me miraría fijamente mientras intento decirle algo en tagalo hasta que ya no me queda nada más que decirle y vuelve a sonreírme y a gritarme "bye".
Gia cumplirá tres años en febrero y me saluda tan alegremente siempre que bajo a la calle porque vive literalmente en la calle con su madre y su abuelo. Cuando ve que una cara conocida se acerca a la pastelería de su esquina, va corriendo por si cae algo. El resto del tiempo lo pasa cerca de su madre, correteando por la calle, casi siempre sucia y andrajosa, aunque a veces le ponen el vestido bueno y cuando me ve ya no me dice "bye" ni me mira fijamente sino que se toca el vestido y se lo mira para que yo también lo mire y le diga que está muy guapa y entonces vuelve a sonreír y a decir "bye". El abuelo ronda los 40 años y es conductor de pedicab, los taxis a pedales que dan sustento a miles de filipinos. Su mujer le dejó hace años porque era incapaz de ganarse la vida y su último refugio fue pedalear por tres o cuatro euros al día, depende del número de carreras. Antes vivían los tres en en una chabola en el solar de al lado, pero sospecho que les echaron de allí porque desde hace unos meses juntan su pedicab con otro prestado, los tapan bien para que no se les vea y ahí duermen los tres, no sé cómo, en un habitáculo de unos tres metros cuadrados formado por barras de hierro.
Del padre de Gia no se sabe nada, y el abuelo tampoco preguntó mucho cuando se le presentó la hija con la criatura en brazos hace ya casi tres años después de pasar varios meses desaparecida. No se atrevió a volver donde su madre. En los últimos siete meses no desapareció, pero la barriga se le agrandaba cada vez más hasta que la víspera de Nochevieja notó que se le rompía algo por dentro y la tuvieron que llevar a un hospital y dio a luz a la hermana pequeña de Gia. Del padre de la nueva criatura sí se sabe algo, que es de un pueblo de las afueras y que no tiene ninguna intención de aparecer. Supongo que cuando el bebé salga de la incubadora del hospital (que no sé bien cómo pagan porque aquí no hay sanidad gratuita), dormirán los cuatro donde ahora duermen tres.
A veces me da por pensar que Gia no tendría que haber nacido, al menos no tan pronto, ni tampoco su hermana, si su madre hubiera tenido más educación y cabeza, o si este país tuviera esa ley de planificación familiar que la Iglesia boicotea tan suciamente, amenazando incluso con instar a los fieles a que dejen de pagar impuestos si se aprueba, y comparándola con el terrorismo cuando sólo pretende dar información y libertad. Y según lo pienso y me empiezo a cabrear al acordarme de todos esos obispos encastillados en sus dogmas y de esos políticos irresponsables, me doy cuenta de que entonces ya no me alegraría las mañanas cuando bajo a comprar el periódico, ni soltaría lo que llevara en la mano para agitarla cuando me ve pasar, ni me miraría fijamente mientras intento decirle algo en tagalo hasta que ya no me queda nada más que decirle y vuelve a sonreírme y a gritarme "bye".
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