miércoles, 28 de diciembre de 2011

Voces del desastre

Durante los próximos días, iré sacando pequeñas historias recabadas durante mi estancia de tres días en Cagayan de Oro, al sur de Filipinas, para cubrir las terribles inundaciones que han dejado más de mil muertos. En muchos casos serán simples apuntes pasados a limpio, que espero sirvan a alguien para conocer la magnitud del desastre que vive el país.


La niña
El primer grito, el que se te queda grabado para siempre, no tiene voz. Lo lanza una niña de 7 u 8 años que ya no puede gritar, ni reír, ni llorar, aunque cuesta poco imaginar sus alaridos y sus lloros mientras la riada la arrastraba durante varios kilómetros, quizá cinco, o diez, o veinte. Nadie lo sabe.
Es lunes 19 de diciembre y han  pasado casi tres días desde que la tormenta tropical Washi dejó una estela de destrucción por el norte de la isla de Mindanao, al sur de Filipinas. El cuerpo de esta pequeña sin nombre se descompone a  a la vista de todo el mundo, a la entrada del pequeño ayuntamiento del barrio Consolación, de la ciudad de Cagayan de Oro, la más afectada por el temporal debido a la súbita crecida del río Cagayan. "Las funerarias ya no aceptan más cadáveres porque están saturadas, la hemos tenido que dejar aquí a la espera de que alguien reclame su cuerpo, seguramente sus padres también perecieron en la riada", dice Cesar Pagapolaan, capitán del barrio.
La pequeña yace sobre una lona de plástico, a la intemperie, aunque le han cubierto la cara con una camiseta. Su cuerpo, rígido, cubierto de lodo, despide una peste nauseabunda que no impide que a algunos niños del vecindario se asomen para curiosear. Apenas se dan cuenta de lo que pasa, ven a un blanco con una cámara y saludan sonrientes. Es mi primer día cubriendo el desastre y estoy concentrado en mi trabajo, en recabar datos, opiniones, en sacar fotografías, vídeos. A menudo esa ocupación frenética te sirve también de parapeto, te empuja a seguir adelante en medio de la catástrofe. Pero esta vez el escudo se resquebraja y durante unos segundos, mientras miro ese cuerpo pestilente al que comienzan a acosar las moscas, tengo que dejar de tomar notas y fotografías y de hilar la historia en mi cabeza porque me entran ganas de llorar.




Rhabin
A la niña la encontraron en la montaña de escombros que se formó a unos pocos metros, a la orilla del río, donde un grupo de hombres siguen retirando listones de madera y trozos de latón doblados como acordeones porque tienen la certeza de que dos metros más abajo está atrapado otro cadáver. "Huele mucho", comenta, Rhabin, un conductor de ciclotaxi de 39 años.
Cuenta cómo el agua les sorprendió por la noche, mientras dormían, cómo muchos despertaron arrastrados por el río. Él está contento porque se salvó junto a su familia subiéndose a un tejado. "Parecían terrazas, subimos todos los que pudimos". Mientras Ray, mi improvisado intérprete, traduce, Rhabin señala los cocoteros de enfrente: "Muchos sobrevivieron trepando hasta ahí arriba".



Erna Soringauan, 
Esta mujer de 68 años monta guardia junto a su hermana frente a la funeraria Bollozos, la más grande de esta ciudad de unos 800.000 habitantes. "Mi hija, su marido y sus hijos, de diez años y tres meses, están desaparecidos. Hemos venido a buscar sus cuerpos", dice Erna con una serenidad triste. Esperan fuera, no se atreven a avanzar unos pocos metros hasta el museo del horror en que forenses y trabajadores de la funeraria trabajan sin descanso para amortajar y tomar muestras de una treintena de cadáveres tirados por el suelo.
Los cuerpos, hinchados, con los rostros ennegrecidos por las horas que pasaron sumergidos, descansan sobre un lecho de sangre y barro. Es tan horripilante que parece irreal. Algunos tienen las piernas abiertas y los brazos alzados hacia arriba, como si quisieran implorar al cielo.
El hedor es insoportable, la mascarilla de tela que me entregan, la misma que usan los voluntarios de la escuela de forenses que han venido a echar una mano, sólo sirven para que la peste se concentre en las fosas nasales.
En el pasillo, dos trabajadores envuelven con plástico y cinta aislante el cuerpo de un niño de unos seis años. Los ataúdes se han agotado y la funeraria ha vetado la entrada de nuevos cadáveres porque están saturados. El dueño es Armand Bollozos, un hombrede 58 años, menudo, con gruesas gafas de pasta y sordo de un oído que parece a punto de romperse con cada paso que da.  Dice que nunca vio nada igual: "En un mes normal, tenemos unos 40 difuntos, y en dos días nos han llegado 96".  

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